Mr. Rxbbit: la noche tapatía y el conejo de la suerte*
- Tinta invitada
- hace 19 horas
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Por: Mariño González
En su cuarto intento, después de haber rolado y cambiado domicilio de Nochistlán a Tonalá y posteriormente a Tlacotán —de donde fueron echadas a puntapiés por las comunidades indígenas que se oponían a la gentrificación—, varias familias españolas fundaron Guadalajara en una orilla del río San Juan de Dios, en el Valle de Atemajac. Era el año 1542. Poco antes, doña Beatriz Hernández, cansada de palizas y tanta mudanza, había conminado a sus amistades peninsulares a dejarse de indecisiones y quedarse en este lugar, donde siglos más tarde las autoridades le dedicaron una estatua de bronce que, por su pátina verde y su profunda belleza, se parece sorprendentemente a She-Hulk, el personaje de historieta creado en 1979 por Stan Lee y John Buscema.
A 482 años del último asentamiento de Guadalajara, impulsada por nostalgias repentinas y una comisión periodística-literaria, me lancé al centro de la ciudad, donde esperaba hallar alguna historia que valiera la pena contar. Mis indagaciones me llevaron a la calzada Independencia, vialidad que discurre sobre lo que fue el río San Juan de Dios y que prueba la pésima gestión del agua por las autoridades municipales desde la Fundación hasta nuestros días. Mi intención era concluir el paseo y la crónica frente a la estatua de Beatriz Hernández y, como Borges ante el retrato de su propia Beatriz, declamar: “Beatriz, Beatriz Hernández, Beatriz Hernández de Sánchez Olea, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy González”. Desistí por el calor y me refugié en la noche tapatía.
El nombre de Guadalajara proviene del árabe y significa “río que corre entre piedras”, aunque bien podría ser “ciudad en la que se moja el pan” (allí están la torta ahogada y el lonche bañado), “ciudad que contamina sus redes hídricas” (como el río Santiago) o “lugar donde se lava el dinero y se sacia la sed del monstruo inmobiliario”. En cualquier caso, todas las metáforas y la historia de la ciudad y sus corrupciones remiten al agua, que cada vez se ensucia y se agota más. Los árboles en la urbe son escasos y el centro histórico es tan caliente como un desierto histérico donde, una vez que se esconde el Sol, comienzan a pulular personas sin hogar que gritan, ríen o manotean al aire, inmersas en sueños de cristal y fentanilo. En la calzada Independencia suena el rumor de la discordia y la noche tapatía arranca con reguetón y metal en las inmediaciones del mercado Libertad, donde el asfalto desprende su hedor de lixiviados y todos los colores del espectro lumínico asoman con la primera oscuridad.
En busca de mi tema me encaminé por otros rumbos, y a lo largo de varias semanas me reencontré y perdí en la fiesta interminable, acudí a los hoyos punks de la ciudad, donde vi y escuché bandas jovencísimas de personas trans con bellezas únicas e incontestables. También me infiltré en algunas galerías de arte —confundida entre pintores, debutantes y coleccionistas—, y después de una serie de malentendidos y confusiones terminé convirtiéndome en dj para varias inauguraciones y actividades artísticas en las que me pagaron con pinturas, serigrafías, tragos y drogas.
Escuché historias de fantasmas: en una galería de la colonia Americana me hablaron de un santero que decapitaba gallinas y cuyos hechizos habrían defenestrado, quizá, la cabeza de un San Judas Tadeo intervenido por dos artistas locales. Me dio miedo y me fui del lugar, espantada. En otra inmersión a la noche tapatía y sus terrores, una violinista de Ciudad Juárez que vivió arriba de la cantina La Fuente —a unos pasos de la plaza Fundadores, donde habita Beatriz Hernández con su verde resplandor de rayos gamma— me contó que una madrugada se percató del súbito enmudecimiento de la ciudad y vio una figura, fantasmal o angelical, surcando el cielo sobre el teatro Degollado. De estos relatos no me consta su veracidad, sólo que me fueron contados. Me perdí una vez más en la posibilidad de una historia esquiva sobre la noche tapatía.
Entonces tuve un golpe de suerte y encontré a Mr. Rxbbit.
El conejito, que habita desde 2017 casetas telefónicas, machuelos y algunos muros —sobre todo abandonados— de la ciudad, se asoma esporádicamente para regocijo de quienes alguna vez nos hemos topado con él y es uno de los personajes más reconocibles del grafiti y las calles tapatías, donde proliferan gatos, cactus y monstruos inefables; caritas tristes o inexpresivas; calaveras gigantes y peces de todas formas y colores. Incluso viaja en un vagón de tren —el sueño del alma grafitera y también un delito federal— y ha logrado colarse en las galerías de arte. En una de ellas, tras la inauguración de una expo en la que vi a Mr. Rxbbit en una obra colaborativa, una voz llamó mi atención mientras me distraía fumando un porro sobre la calle Mexicaltzingo: “Noté que te interesa Mr. Rxbbit”, escuché, y de inmediato entendí que estaba frente al elusivo creador del personaje. Pero el azar me arrancó del lugar y perdí de vista al artista hasta unas semanas después, cuando la fortuna lo puso frente a mí en otra galería de la ciudad. En aquel segundo encuentro comencé a conocer un poco más de su historia: supe, por ejemplo, que años atrás se hartó de un trabajo bien remunerado pero absorbente y decidió dedicarse a la creación. “Me casé con mis conejitos”, me dijo. Pensé en lo bonito que sería mandar todo al infierno o a donde sea que se vayan los pendientes laborales que nos estresan en el día a día.
Aquella conversación también estaba destinada a interrumpirse y lo perdí de vista una vez más. Me sentí Alicia detrás del conejo, inmersa en una fantasía colorida y alucinógena, aunque aún estaba lejos de hallar su madriguera. Me obsesioné. Siempre me gustaron los conejitos ilustrados y a lo largo de mi vida he dibujado y escrito sobre algunos. Ni hablar del Bugs Bunny travesti que forma parte de mi imaginario trans o de Sócrates Bunny, protagonista de uno de mis cuentos más queridos. Presentí que era Mr. Rxbbit quien me hablaría de los temas que me interesaba contar, como la ciudad, su crecimiento desordenado y la noche; el desabasto y la contaminación del agua (“somos los únicos animales que ensucian el agua que beben”), la gentrificación o el impulso de un arte de veras disruptivo y en esencia espiritual. Esta vez no me equivoqué.
Gracias a las gestiones de una amiga llegué por fin a la cueva del conejo, justo frente al templo de Jesús en el centro de Guadalajara. Estaba emocionada y nerviosa. Me presenté en el estudio con anticipación y, una vez que la puerta se abrió, el olor a polvo y pintura en aerosol indicó la certeza del camino correcto.
Rafael Orozco (Zapopan, 1986) es el creador de Mr. Rxbbit. Ya no pinta de noche, prefiere evitar el acoso policial y hoy grafitea sólo en lugares abandonados, donde no estorbe a nadie y no vuelva a meterse en problemas con personas equivocadas que lo encierren en cuartos oscuros para hacerle reconsiderar sus acciones artísticas. Antes de enfocarse en su personaje, Rafael formó parte de los Mexican Street Taggers (MST) y firmaba muros con el seudónimo Sucio. “Mi ciudad se caracteriza por las firmas y no por las ilustraciones”, me dice. Pero su personaje lleva consigo un mensaje de libertad que se desdobla en agujeros interdimensionales de aerosol sobre ladrillo y hormigón mientras aparece y desaparece en diversas locaciones.
En los años posteriores a la pandemia Guadalajara cambió, para mal. La gentrificación se intensificó en el primer cuadro de la ciudad y sus colonias aledañas, donde una vez pasada la emergencia sanitaria comenzaron a crecer enormes edificios, regados con dinero lavado y corrupción. Los gobiernos municipales y estatales vendieron la ilusión de un falso primer mundo y permitieron el encarecimiento de la vivienda, que comenzó a expulsar a los tapatíos del centro por no poder pagar las altas rentas.
En el estudio de Rafael hay decenas de conejos en distintos soportes, algunos experimentos y otras obras terminadas que exponen al personaje a diferentes materiales y texturas, pero también a distintos mensajes y narrativas espaciales y temporales. “Me gusta que las personas vean mi trabajo, no que me vean a mí”, comenta, y luego agrega: “Mis conejos son la manera más amable que tengo de representar al ser humano”. La gente, como los conejos, “somos animales de consumo y hay un montón de cosas que usan para atraparnos, entre ellas, el sexo. Un conejo es algo frágil y fácil de manipular”. Por eso decidió dedicarse a ellos y plantear un arte disruptivo para que “los más chiquitos volteen a ver las calles y encuentren colores” que les hagan intuir la posibilidad de un mundo mejor. Sus intervenciones en el espacio público también son una crítica a los gobiernos: pinta en las casetas de Teléfonos de México o en los carísimos e inútiles bolardos que prueban el nepotismo de las autoridades.
Después de una juventud fiestera (“la gente que más se entrega a la fiesta es la que tiene miedo de llegar a casa y enfrentar la soledad”) y ya en los trances de la adultez, Rafael decidió dejar la noche salvo para una de sus otras pasiones: la música (“me hace sentir”, afirma). Ahora es la mañana la que da sentido a su trabajo. Los domingos deja en la Vía RecreActiva sus latas de aerosol intervenidas con conejos, donde las buscan niñas, niños y jóvenes que siguen su trabajo y aman a Mr. Rxbbit. El sueño de Rafael es “bajar el concepto” de su personaje a diversos soportes y llegar a más personas.
Tras la pandemia, la calle está activándose de nuevo. Ya no sólo hay tags en las paredes sino un montón de personajes y figuras recurrentes. Cuando le pregunto cómo ve la escena actual del arte urbano, responde: “Es micelio. Entre todos los artistas se nutre. Somos raíces que se mueven por la ciudad”. La calzada Independencia fue un río y también la avenida La Paz y otras vialidades. Son las venas de Guadalajara, y Mr. Rxbbit las señala como su siguiente ruta para sembrar comunidad y juego desde una perspectiva amable que fomente la reflexión sobre el crecimiento exacerbado y sin control de la urbe.
Desde 2017, todos los días pinta por lo menos un Mr. Rxbbit. “Si eres auténtico con tu esencia, no te preocupas por nada. Nomás haces lo que te gusta hacer”, refiere. “Lo que ves en esta casa es lo que he logrado construir con mis decisiones”, agrega, y yo miro alrededor y me embeleso, inspirada por las gráficas fascinantes, los materiales diversos y la intuición de que, a pesar de sus problemas y los delirios de sus gobernantes, Guadalajara es la ciudad que amo y la que quiero contar siempre. Entonces cierro los ojos y por un momento me pierdo en la imagen de la aguerrida fundadora de la ciudad, quien por una vez deja de parecerse a mi querida She-Hulk y se convierte en conejo de la suerte. Despierto del ensueño y me despido apresuradamente. Salgo a la calle y la ciudad me recibe con un golpe de calor y un súbito olor a tierra mojada, en el atardecer previo a la noche tapatía.
Guadalajara querida, Guadalajara perdida; soy yo, soy González.

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